La montaña es lo desconocido para muchos chilenos. Es una relación distante, cuando peruanos, bolivianos, ecuatorianos y colombianos la habitan, recorren, y es parte de su territorio. Incluso en Argentina, sin tradición local, ir a la montaña es un rito iniciático obligatorio, tanto como ir un día a la costa para conocer el mar.
Nosotros tenemos una tradición de miles de años, rica en símbolos. En la cosmovisión mapuche-pikunche, la montaña era el lugar de la vida, del luminoso fuego; tal como lo indica el sol que, poderoso, de ahí emerge cada día. Era lo opuesto del océano, donde se hunden los astros, donde viajan los espíritus de quienes mueren a la espera de la quietud eterna.
La montaña, en esa tradición, era lugar de vida en un sentido simbólico pero también real; el enfermo se acercaba a ella en busca de yerbas medicinales, de aguas termales saludables, de vertientes de agua pura. Incluso, así se acercaba a los espíritus de los antepasados, sus protectores.
La montaña era un lugar de sanación; física y espiritual.
Los incas, pueblo de montaña, nacido en las alturas, trajeron su propio imaginario; de un habitar en línea con los puntos desde donde emerge el sol en los solsticios. Junto con identificar esos puntos, también reconocieron las más altas cumbres en cada latitud. En el valle del Mapocho fue El Plomo la montaña tutelar, y la establecieron como santuario.
Guardia armados impedían el paso, solo podían entrar las procesiones en las fechas rituales o, en caso de catástrofe, una peregrinación liderada por los sacerdotes.
Avanzaban a lo largo de un camino incaico cuyo nombre lo recuerda, Apoquindo, en quecha Apu kintu, “Ramilletes de flores para la Montaña tutelar”. A lo largo de su trazado las iban recogiendo, para entregarlas como tributo a la soberbia cumbre andina.
Los conquistadores españoles, sin altas montañas en sus tierras de origen, aquí las padecieron como dificultad para desplazarse en la América del Sur; más que un lugar, las vieron como una frontera, un límite entre territorios.
La ruta a El Plomo, trazada por los incas, obtuvo un nombre nuevo: Camino de las minas. No dejaron de buscar, el oro, la plata y el cobre, persistiendo en vetas ya iniciadas por los incas o en otras nuevas. Sus catastros y exploraciones mineralógicas entregaron otra mirada a la cordillera.
Tuvieron que llegar los artistas, poetas y pintores especialmente,ya en la República, para que las montañas se transformaran en un referente; José Victorino Lastarria, padre de la primera generación literaria, la de 1842, la inauguró junto al Mapocho y de cara a la montaña.
También la primera generación artística, hacia el Centenario de 1910, se aleja de Europa y el Atlántico y se orienta a los Andes y el Pacifico. Pedro Prado, su fundador, asciende a los Andes en busca de aire puro, de paisajes poderosos, para oír ahí las voces de esta tierra, las del Chile profundo. A media montaña, con el valle a sus pies y la Cordillera de la Costa en lontananza, sus ojos pudieron abrirse al horizonte dilatado del gran océano. La montaña le permitió elevarse sobre los afanes cotidianos, para vivir sus mayores epifanías allá en las alturas.
Por entonces, al llegar europeos con tradición de montañas altas - especialmente de los Alpes,- comienzan los ascensos deportivos de alta montaña, que inauguran el andinismo y el esquí locales.
Quienes los guiaron, eran los herederos de las rutas arcaicas, los conocedores de los refugios naturales y los pastos de las veranadas, las vertientes y las lagunas; los arrieros.
Desde que los hombres arcaicos recorrieran los pasos, por ser cazadores ancestrales de guanacos en las alturas, siempre hubo seres solitarios, aislados, recorriendo la montaña. Las ciudades no los veían, pero ahí estaban ellos, referentes para los viajeros y los pirquineros.
Algunos también en busca de tesoros de los incas, cuyos entierros eran en la montaña y con ajuares a veces valiosos. Fue el caso de la llamada “Momia de El Plomo”, hallazgo de tres arrieros locales, Guillermo Chacón Carrasco, Luis Ríos Barrueto y Jaime Ríos Abarca.
Los primeros andinistas nunca lo olvidaron. Porque fueron arrieros sus guías, los que cortaban leña y la subían en sus mulas, los que encendían las fogatas, los que narraban historias en torno al fuego hasta que el cielo se llenaba de estrellas.
Hasta hoy existen arrieros que organizan subidas. Siguen siendo los conocedores de la montaña, para excursiones por el día o ascensos con acampadas para quienes aspiran a llegar a lo alto del Provincia, del Altar, el Paloma e incluso El Plomo, cuyas cumbre se eleva más allá de las nubes.
Autor, Miguel Laborde
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